Andrés Gómez Vela
Rubén Moza es el primero en aparecer de entre la niebla como un fantasma que irrumpe una delgadísima gasa de la tierra a 4.250 metros sobre el nivel del mar. Tiene 33 años, porte atlético, trae consigo una bandera blanca con la flor de patujú, rojo, amarillo y verde y un radioreceptor marca sony en bandolera. “Es el símbolo del Sol de Paz, lo cargo desde Yucumo”, me aclara sin tambalear ni un centímetro pese al gélido y fuerte viento que intensifica el flamear de la bandera y entumece los dedos a dos grados centígrados a 100 metros de La Cumbre. Detrás de su hilera viene la larga columna de marchistas (calculan 2.000) que trepan desde hace 64 días desde la llanura hasta el mismo techo de Bolivia con un solo mandato: defender el TIPNIS.Casi 10 hileras más atrás, está Jaqueline Soliz, cara redonda, cabellos negros lacios, nariz recta y una sonrisa singular por la forma que dibujan sus labios gruesos. “No pensaba llegar hasta La Paz”, me comenta. “Pero como al Evo se le ha caído su máscara de indígena hemos tenido que venir”, me dice atisbándome por el rabillo del ojo izquierdo. “Y no nos iremos hasta lograr que se frene la carretera, si ya hemos caminado dos meses, no nos va a importar quedarnos todo el tiempo necesario para conseguir nuestro propósito”, afirma con voz cristalina y aguerrida, pero sin destilar un ápice de odio.
Abundan las cámaras e iluminan tenuemente de rato en rato el cielo paceño los flashes de las cámaras fotográficas. Un enjambre de periodistas se convierte en testigo del acontecimiento que descubrió como un certero haz de luz el Talón de Aquiles (su inconsecuencia entre lo que predica y practica) del hasta el domingo pasado casi invencible gobierno del MAS. Micrófonos, guirnaldas, vivas, aplausos, vítores y ánimos dan la bienvenida a los marchistas indígenas que caminan hace 64 días, de los cuales 43 sufrieron descalificaciones “evistas”.
“Su recorte parece de policía”, me cuestiona un miembro de seguridad de la marcha indígena, portando su “uh” (arco y flecha en lengua sirionó). “Así nomás es mi corte, hermano, pero no soy policía, soy periodista nomás”, le respondo y le extiendo mi credencial de Erbol. Revisa minuciosamente los datos, compara mi rostro con mi foto y me echa una mirada fría. “Está bien, es que los policías nos han reprimido y pueden estar ahora disfrazados y vestidos de otro color”, me explica y luego me dice su nombre Miguel Ángel Uché, de aproximadamente 24 años, moreno, de 1.75 metros aproximadamente.
Willy Eato, otro guardia de la Marcha, es más amable, pero aún más riguroso vigilante. Le falta un diente en su mandíbula superior, pero no desluce su sonrisa de mozo avergonzado por una pelada que le echa los tejos desvergonzadamente. “Yo marcho por mis hermanos, por mi tierra, por ustedes, por defender mi casa”, dice este joven de 26 años sin dejar de mirar a la gente que se apiña a saludar a los marchistas en el trayecto La Cumbre-Urujara, puerta de ingreso a La Paz.
Willy y Miguel Ángel tienen razón en ser celosos guardianes de la sacrificada marcha porque entre la comitiva de bienvenida auto-invitada aparecieron decenas de figurettis, políticos fracasados y de segunda, clasemedieros que ayer despreciaban a los indígenas y hoy vieron en la marcha la oportunidad de vengarse del Evo que los cambió por otra burocracia. Pero también había gente consecuente, principista, comprometida como Leonardo Tamburini del Cejis y Helen Álvarez de Mujeres Creando.
“Trabajé casi toda mi vida por los indígenas, apenas terminé de estudiar en Italia vine a Bolivia”, cuenta Leonardo, de casi dos metros de estatura y francos ojos azulados. “Andrés, la marcha no solo es caminar, sino 24 horas de compartir, nosotras como Mujeres Creando hemos apoyado desde un principio esta marcha”, dice Helen, quien camina disciplinadamente al lado de una indígena; sus gafas oscuras impiden ver sus ojos verdes.
De lejos, la marcha se asemeja a una whipala humana porque se divisa la diversidad boliviana en los ajsus y ponchos de los marchistas de los originarios de tierras altas; en los sombreros de los pueblos de tierras bajas y en la música interpretada por flautas, tamboritas, zampoñas y bombos, que desgranan taquiraris y melodías andinas.
Marchan como Moisés con su pueblo por el desierto en busca de la tierra prometida y como Tomás Katari desde Pocoata (Norte de Potosí) al Virreynato de Buenas Aires reclamando las tierras indígenas. Es el único método de lucha que tienen: caminar, caminar, caminar para no claudicar y ser borrados del mapa.
Parecen pocos, apenas dos mil, pero suficientes como para multiplicar en millones la razón de su movimiento. Son pocos, pero tienen la verdad de su lado. Volvieron, desde la década del 90, con la misma consigna: tierra y territorio, país plurinacional e igualdad entre bolivianos. Parece que no hubiera cambiado la realidad en 20 años. En las próximas horas entrarán a la ciudad de La Paz, entonces, veremos si la Sede de Gobierno tampoco ha cambiado.
Erbol
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